No, al
menos, a la manera en que se debe hacer,
siguiendo
las normas constitucionales
que dictan
las novelas y la buena poesía.
Jamás he
sabido qué quiere decir
partirse en
dos las bocas,
beberse las
ganas de decir «te quiero»
en un vaso
de culo ancho,
vender una
estrella
a lomos de
un coche vacío.
Yo no
conozco otro amor
que el del
ramo de moras negras
y el de
letras de tinta china.
He oído
decir, alguna vez,
que Roma es
una cárcel de amor para turistas
de la que «nunca
vamos a escapar».
Yo nunca he
sentido el dolor
de ver
perderse entre la muchedumbre
una cara
conocida,
tu piel de
escalera,
tu piel de
ventana,
tu piel de…
Yo no podría
afirmar objetivamente
que, a mis
ojos, vistas
de un color
gris perfecto,
un gris que
entone perfectamente con el mío;
ni que
quiera saber dónde estás cuando no existes,
en qué
piensas si te pregunto,
quién eres
si no te miro.
Y, aun así,
con la
pálida inocencia de mis días te diré
que yo nunca
he pisado Roma
y que tienes
más poesía
que un
autobús azul
en un día de
lluvia.
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